domingo, 26 de abril de 2020

La dura vida del cantante de ópera

Aquella noche en el Savoy se entabló una discusión sobre que cantante de ópera fue el mejor de la historia.
La Ópera


Era una conversación ridícula, ya que entre nosotros no habíamos ido más allá del cabaret de la calle 37. Si las chicas no enseñaban las piernas no nos interesaba la canción. Valorábamos su calidad de forma inversamente proporcional a la longitud de la falda y directamente proporcional a la profundidad del escote.

Pero allí estaban enzarzados unos cuantos. La escuadra italiana frente a la furia latina. Era más una cuestión de principios que de sabiduría. Tiraban más las raíces que el oído.

En ese momento se oyó un golpe en la puerta. Lou con veinte sabuesos había vuelto por el local. Y parecía que iba a imponer sus gustos musicales al ritmo de sus magnun si no nos callábamos pronto.

-¿Otra redada?- se quejó el camarero-. Si ya estuvisteis por aquí la semana pasada. No nos queda nada de contrabando.
- No te quejes Joe. No seas llorica, que no pega para el camarero de un tugurio como este. Ya sabes que cuando en el departamento quieren algo lo acaban consiguiendo, aunque sea por cansinos. Y nuestro a nuestro alcalde le gustan más las fotos que a ti el escote de Marilyn.
- Bueno, Lou -le dije yo con aire cansino-. Deja al pobre muchacho que haga su trabajo y me traiga otra copa. Por cierto, no sé que buscáis. Desde hace tiempo por aquí no queda nada original, ni siquiera el piano.
- Vince. Tú también te estás volviendo un poco llorón. No te quejes y vete al grupo con todos los demás.

Me lo dijo de una manera que no tuve otro remedio que hacerle caso. O bien a él, o bien al armario con uniforme que se cuadraba detrás.

- Ya sabes Lou, que desde la revolución en Cuba, aquí todos los cigarros son de Wisconsin y el ron de Sant Louis. No nos queda nada original, ni siquiera el piano. Te lo dije.

Pero Lou era testarudo. Cuando algo se le metía en esa olla de grillos que tenía entre el sombrero y los hombros no se detenía. Buscó y buscó, con el "armario ropero" siguiéndole los talones y guardándole la espalda. Hasta que al final encontró algo. En el piano estaba nuestra gran despensa. Quién lo iba a decir. Tanto cantar y discutir para que al final la música fuese nuestra perdición. Aunque fuese una música sin melodía, pero con la pasión de quien defiende su identidad.

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