jueves, 30 de abril de 2020

Aquella partida de Póker


Esa noche no estaba para muchas bromas. Tenía una gran mano en mi poder y en ese momento entraron como si fuesen los hunos toda la policía del barrio.
-         - Lou, no me jorobes. Déjanos acabar la partida -dije lastimosamente.

Para una vez que había ligado algo más de una pareja de jotas en toda la noche, el comisario tenía que hacer la redada de los martes un lunes cualquiera.
-          - Lo siento muchachos, son órdenes del alcalde. Cada uno a su casa y sin rechistar. Una cuestión de salud pública.

Salud pública decía. Pues si en este apestoso tugurio en el que nos juntábamos a jugarnos los pocos dólares que le sisábamos a la clientela del barrio no sobrevivían ni las ratas. Se podría decir que el whisky de garrafón que nos servía Joe era un antiséptico más potente que la lejía. De entrada porque, en mal olor, vencía a la lejía.
-          
Por todos los santos Lou. Que te has adelantado un día. Vuelve mañana  y no estaremos aquí.
-          - Os repito que son órdenes del alcalde. Tiene una nueva amiguita y quiere demostrar quién manda aquí.
Ya habíamos oído lo del alcalde, pero también sabíamos que no debía pasarse mucho, porque si estaba dónde estaba era gracias al dinero del padre de su mujer. El alcalde era yerno de uno de los tipos más poderosos del hampa irlandesa. Pero si se la pegaba a su mujer con otra… podría acabar con unos zapatos de hormigón.
El tío era arrogante, pero no le creíamos para tanto.

Recogimos la baraja, mientras veía a Harry que sonreía disimuladamente. Era el único al que le había ido bien la noche. Ya se sabe, una timba de póker es un lugar en dónde para que unos ganen, otros tienen que perder. Y esa noche me tocó a mí, justo cuando me vino la buena mano.

miércoles, 29 de abril de 2020

Cada uno en su casa y Dios en la de todos

Era una noche húmeda y fría, pero aún así no tenía ganas de volver a casa.
Si me encerraba entre esas cuatro paredes sentiría que el olor a mugre se me incrustaría para toda la vida. O al menos hasta la semana que viene llevase la ropa a la tintorería.
Inconscientemente, mis pies me llevaron al lugar donde me dirigían cuando mis pensamientos se encontraban más cerca del polvo de las estrellas que el del camino.

- Buenas noches Joe -dije sin saber si quiera quién era el camarero.
- Buenas noches Vince. Ya vamos a cerrar, así que tómate algo rapidito. Y por cierto. Hoy Joe no ha venido. Su mujer se ha puesto de parto.
- ¿Otra vez? Pero este chico no para. Por eso tiene que vendernos güisqui de garrafón. Porque con lo que da este tugurio no le va a llegar para mantener a su familia numerosa.
- No te metas con él. Al menos tiene familia. No como nosotros que tenemos que estar aquí pasando el rato porque al llegar a casa solo nos espera un catre mugriento.

No acabé la frase cuando me di cuenta que le estaba hablando al comisario. 

-Bueno Lou, ¿Tú por aquí? -le dije, más por fastidiar que por entablar conversación. - No te veo con ganas de hacer una redada. Además -dije con sorna- te falta la escolta. ¿O es que ya te has decidido a tomar el matarratas de Joe?
- No me tomes el pelo -dijo cansinamente-. Con todas las redadas que hago aquí trato más con vosotros que con mi mujer.

Así era esta vida. No es fácil encontrar un sitio cuando el mundo parece hecho para personas que buscan simplemente cómo cambiarlo.

- Bueno muchachos. Hay que irse ya. Que tengo que cerrar. Tengo que respetar los horarios si quiero conservar la licencia. Lou tú lo sabes bien, que vendrás a quitármela si los gerifaltes lo mandan. Cada uno a su casa y que aguante su vela.

Cansinamente fuimos saliendo del Savoy pensando que al día siguiente sería parecido. Un trago, un gruñido y una necesidad de ver al personal más allá de una fotografía.
 

domingo, 26 de abril de 2020

La dura vida del cantante de ópera

Aquella noche en el Savoy se entabló una discusión sobre que cantante de ópera fue el mejor de la historia.
La Ópera


Era una conversación ridícula, ya que entre nosotros no habíamos ido más allá del cabaret de la calle 37. Si las chicas no enseñaban las piernas no nos interesaba la canción. Valorábamos su calidad de forma inversamente proporcional a la longitud de la falda y directamente proporcional a la profundidad del escote.

Pero allí estaban enzarzados unos cuantos. La escuadra italiana frente a la furia latina. Era más una cuestión de principios que de sabiduría. Tiraban más las raíces que el oído.

En ese momento se oyó un golpe en la puerta. Lou con veinte sabuesos había vuelto por el local. Y parecía que iba a imponer sus gustos musicales al ritmo de sus magnun si no nos callábamos pronto.

-¿Otra redada?- se quejó el camarero-. Si ya estuvisteis por aquí la semana pasada. No nos queda nada de contrabando.
- No te quejes Joe. No seas llorica, que no pega para el camarero de un tugurio como este. Ya sabes que cuando en el departamento quieren algo lo acaban consiguiendo, aunque sea por cansinos. Y nuestro a nuestro alcalde le gustan más las fotos que a ti el escote de Marilyn.
- Bueno, Lou -le dije yo con aire cansino-. Deja al pobre muchacho que haga su trabajo y me traiga otra copa. Por cierto, no sé que buscáis. Desde hace tiempo por aquí no queda nada original, ni siquiera el piano.
- Vince. Tú también te estás volviendo un poco llorón. No te quejes y vete al grupo con todos los demás.

Me lo dijo de una manera que no tuve otro remedio que hacerle caso. O bien a él, o bien al armario con uniforme que se cuadraba detrás.

- Ya sabes Lou, que desde la revolución en Cuba, aquí todos los cigarros son de Wisconsin y el ron de Sant Louis. No nos queda nada original, ni siquiera el piano. Te lo dije.

Pero Lou era testarudo. Cuando algo se le metía en esa olla de grillos que tenía entre el sombrero y los hombros no se detenía. Buscó y buscó, con el "armario ropero" siguiéndole los talones y guardándole la espalda. Hasta que al final encontró algo. En el piano estaba nuestra gran despensa. Quién lo iba a decir. Tanto cantar y discutir para que al final la música fuese nuestra perdición. Aunque fuese una música sin melodía, pero con la pasión de quien defiende su identidad.